La sombra
Anastasio y
Pirolo se encontraban perdidos en un desierto. Después de caminar durante
horas, ya casi amaneciendo, se toparon con un tronco grueso sin ramas, que en
algún momento perteneció a un gran árbol. Cuando despuntó el primer rayo de
sol, el tronco comenzó a extender una larga y ancha sombra, tanto, como el
grosor de los cuerpos de cada uno de ellos; y, de una vez, los hombres se
refugiaron de la inclemencia de los rayos solares a medida que la transparente
mañana avanzaba. ¡Estaban felices!
A medida que se
acercaba el mediodía, la sombra se fue acortando y, en toda su extensión, no
cabían Anastasio y Pirolo para refugiarse del calor. Empezaron las disputas por
el espacio, porque uno de ellos, supuestamente, había llegado primero a la base
del tronco. Sol, que se encontraba presenciando todo desde arriba, se dijo para
sus adentros: “como hoy me toca colocar el “mediodía cenital” en este lugar,
entonces los dejaré sin sombra”. Y en un santiamén la sombra desapareció por
completo. Anastasio y Pirolo no superaban el desconcierto.
Sin embargo,
poco a poco, la sombra empezó a aparecer de nuevo y a extenderse sobre el
candente suelo del desierto. Empujones iban, trancazos sonaban, palabras
saltaban por los cuatro vientos; los dos hombres reanudaron la disputa por la
sombra. El sol seguía inclemente, se sentía achicharrando la piel de los
infortunados.
Luna, que estaba
de paso por ese lugar y que también estaba presenciando la riña, se conmovió
tanto que se propuso ayudarlos. Se fue arrimando poquito a poco delante de Sol
hasta que lo tapó por completo. ¡Se hizo de noche! Pero Sol no estuvo de
acuerdo con aquella acción maternal de Luna y se fue apartando hasta que
apareció de nuevo la luz intensa mientras la sombra se alargaba, pero tan
despacio, que los dos no cabían en ella.
A sabiendas del
comienzo de la tarde y que el sol se aplacaría, sin embargo, siguieron con la
disputa. Cada uno pensaba que sí se apropiaba del tronco, durante los días
venideros disfrutaría de aquella solidaria sombra hasta que alguien lo
rescatara.
Tierra, que
sentía sus estrepitosas pisadas desde hacía rato y el estruendoso berrinche,
también se conmovió; pero, se quedó pensativa un rato y luego decidió
ralentizar su paso para que el inclemente sol de la tarde los siguiera
castigando un poco más, y pudieran entrar en razón. Aquellos hombres jamás
habían presenciado la llegada de un atardecer con tanta lentitud que, por
primera vez, se miraron fijamente a los ojos y enmudecieron de estupor. A
medida que la sombra se alargaba sobre el suelo del desierto, se iban
acomodando. Pero estaban tan exhaustos, que ya no tenían fuerza para seguir con
la trifulca. Tanto era el cansancio, que se quedaron del todo rendidos.
Tierra los
contempló con tristeza y se propuso continuar con la lección; en un dos por
tres aligeró sus pasos, el día desapareció y apareció de nuevo. El par de
hombres aun cansados al extremo, no entendían lo que estaba sucediendo. Con el
nuevo día, un destello de conciencia hizo aparición en uno y se dijo: “es hora
de compartir para seguir viviendo".